Regalarle un tomate de Coín a un sudafricano, convivir con dos extrañas parejas y tres perros resfriados o la mezcla irracional de yates y tablas de pádel surf son cosas que pueden pasar en el Algarve.
*Atardecer en Ponta da Piedade, Lagos (Portugal)
"Oficial: Leo Messi se marcha del Barça", leo un jueves recién entrado el mediodía, montado en el coche después de haber comprado tenedores de plástico en una tienda donde la chica de origen chino que me atiende dice, al yo pagarle:
— ¡Obligado!
Estamos en el Algarve, Portugal. En el mundo pasarán cosas de impacto, pero en la costa lusa solo importa llegar a buena hora a sus paradisíacas playas. Llenas de turistas porque es temporada alta, repletas de españoles y franceses, a rebosar de gente que viste pantalón corto, chanclas y sudadera por la noche. "Gracias" en portugués es "obrigado", por cierto.
Pasamos mi novia, Ariadna, y yo tres noches en el vecino de España por unos 200 euros cada uno. Un viaje en versión low cost. Partimos en coche desde Málaga, cinco horas y pico alternando música con un podcast sobre sectas: un preludio de lo que estaba por venir. Estábamos preparados para encontrarnos cualquier cosa en la casa que alquilamos, que era modernísima, de esas que se ven y se dice: aquí hay dinero echado. Lo flipante empezó siendo el chalé, pero bien pronto supimos que lo realmente curioso era el simpático matrimonio gay sudafricano, propietarios de aquella poco humilde morada.
Fue recorrernos el supermercado pingo doce, el Carrefour portugués que vende cruasanes amarillentos, pan exquisito y paté de sardinhas, y acomodarnos. Luego, conocimos el viento insoportable en la playa de Alvor, el pueblecito costero donde pasaríamos las siguientes 80 horas cavilando, después de leer un cartel que avisa del camino correcto en caso de evacuación por tsunami. En frente, un campo de fútbol amateur, una zona árida y un puerto con barcos de vela. Campo playero, playa campestre. El Algarve, esa mezcla.
Matrimonio es en mi imaginación, aunque sí son pareja. Son Louis y Fernando. Dos hombres blancos de Sudáfrica de entre 35 y 45 años, tostados por el sol, de pelo corto y salpicado de canas, pseudodepilados, sonrientes. No hablan español. Visten estilo surfero, un ejemplo de que en la zona es una práctica deportiva común y un tipo de moda textil muy arraigada. Fuman tabaco de liar Chesterfield y beben café solo cada mañana. Salen a pasear juntos, vienen y van. Parece que ellos son los acogidos y no los que acogen. En su nevera no falta cerveza Super Bock y Sagres, dos marcas míticas de Portugal.
La casa tiene de todo y de todo es: tres perros de raza pomerania que tosen por problemas de garganta. Están en las últimas y uno de ellos tiene alopecia. Tienen de todo pero no tienen de nada, pienso, cuando les pregunto por el azúcar y me dicen "no sugar" ya con el café listo para echarla. Sí hay televisión inteligente. Solo hay una sartén. Hay un ventanal de vidrio en el techo con visión directa al cielo. No hay servilletas. ¡Sorpresa! No estamos solos. Hay otras dos parejas en las habitaciones de enfrente.
Mucha gente, lugar pequeño, la vida frenética. Es el Algarve en agosto, una madriguera multicultural con vistas al mar y perfume de pescado.
de clase media. Nos adentramos en Lagos, pueblo muy tarifeño de casitas blancas y calles adoquinadas, llenas de locales de comida y ropa y souvenirs y objetos con Cristiano Ronaldo como reclamo. Todo eso habita al otro lado de una minúscula feria con ocho atracciones, situada al lado del puerto y frente a unas casetas donde realizar pruebas Covid. Acababan de abandonar el toque de queda impuesto semanas antes por el aumento de contagios. El Algarve, otra vez, esa mezcla.
Cumplimos porque comimos la famosa cataplana, el plato típico. Es un guiso de verduras con gambas y almejas en una salsa color amarillenta, que nos hizo esperar hora y media para probarla. Mucha gente, lugar pequeño, la vida frenética. Es el Algarve en agosto, una madriguera multicultural con vistas al mar y perfume de pescado.
Me preguntan Louis y Fernando que a qué me dedico, les contesto que al periodismo, me dicen que vaya profesión más interesante. Les devuelvo la pregunta y, pillándome con la guardia baja, como un boxeador exhausto en el duodécimo asalto, me dicen que se dedican "a esto". O sea, que no trabajan. Viven de las ganancias de convertir su hogar en un hogar compartido con desconocidos. Estar todo el año conviviendo con intrusos es un nuevo trabajo que no conocía hasta ahora.
Hay otras dos parejas en las habitaciones de enfrente. Una formada por dos hombres portugueses de gran diferencia de edad que solo aparecían para dormir y cambiarse. La otra, chico y chica de Francia, tímidamente simpáticos, chupurreaban español, comían arándanos, higos y refresco de manzana y madrugaban cada día para ir a hacer yoga a la playa.
Y esto lo supe cuando me levanté a las 5:30 de la mañana del martes (en Portugal es una hora menos) para ver el último partido de los hermanos Gasol con España y, allá por el segundo cuarto, sonó una alarma, se despertó. Era él. Madrugón y yoga en vacaciones o madrugón y ver baloncesto olímpico en vacaciones. ¿Quién gana en frikismo, un español o un francés?
El Algarve no se recorre a pie como las grandes capitales, se recorre en coche o en barco. Cada 20 minutos hay una playa en la que pararse y ciudades costeras que atravesar. Las playas al borde del lleno son de arena fina, con mantos de algas marrones flotando en el agua bien fría, casi siempre cristalina. Lo tiene todo para disfrutar, podríamos decir. El placer de estar en el paraíso y a la vez el estrés de tener que compartirlo con siete toallas que te rodean y vigilan de cerca, barcos, motos de agua, yates y lanchas que pueblan las aguas y matan el silencio. Pues pasó lo que podía pasar: que a alguien no le gustaba aquello.
Ese alguien fue una niña pequeña de no más de tres años que hizo reír a todos los domingueros que ya marchábamos de la Playa de la Marina. Cogida de la mano de su madre llegó a la playa llorando -mucho- y al grito desgarrado de "no quiero playa". Esa niña era la resistencia al turismo. Acababa de llegar a un lugar deseado y ya quería irse. Cuántas veces nos habrá pasado: ir a un sitio queriendo marcharnos antes de haber llegado.
En el Algarve se repiten escenas variadas. Por la arena pasan hombres que venden bolinhas, dulces típicos portugueses; por las nubes pasan avionetas con publicidad de grandes almacenes, se bucea y se hace kayak, pádel surf, windsurf y demás ahijados de la familia de los deportes acuáticos. Por la noche, las carreteras poco iluminadas llevan a ciudades como Portimão, Alvor, Odiáxere, Lagos, Olhão e invitan a ir a cenar a sitios donde no se puede pagar con tarjeta. Esto es información de servicio.
La últimas 24 horas mantuvieron la esencia lusa, pero huyendo de las zonas sobrepobladas de turistas con el espíritu de la niña que lloraba antes de pisar la arena. Acabamos, por recomendación de un amigo, en un paraíso no demasiado presente en las guías de viaje. La Isla de Armona (Olhão), una pequeña isla de casas bajas o bungalows a la que se accede en ferry o barcos llamados 'taxis marítimos'. Hay un puesto de carne y pescado, una tienda de ultramarinos y varios bares al principio. Todo lo demás es vivir en alguna playa virgen del Caribe, pero a 45 minutos de España.
La costa del sur de Portugal es un lugar para quedarse más de tres días, para gastarse más de 200 euros, para comer fuera más de dos veces y para ver más de un atardecer en Ponta da Piedade. Algarve es también comer pizza en un sitio donde tienen una foto de la cara de Rui Patricio, portero de la selección portuguesa, pegada en el ordenador portátil donde te calculan la cuenta. Es comer "Peito de Perú Fumado" (pavo ahumado), es la convivencia del lujo del yate y la mediocridad del kayak, es vino verde, carne y pescado a la brasa. Es hedonismo para todos los bolsillos.
Antes de que Messi dejara el club de su vida; antes de que Valentino Rossi anunciara su retirada al final de la temporada, algo después de ver a Pau Gasol y Marc Gasol en sus últimos coletazos con España, Ariadna y un servidor decidimos hacer realidad el gran titular que no habrán visto todavía en ningún medio: Dos españoles regalan un tomate Huevo de Toro de Coín a un sudafricano.
— This is a typical tomato from Coín (Málaga) called "Egg of Bull" — dije, traduciendo literalmente lo de Huevo de Toro.
— Obrigado — contestó asombrado Fernando.
Entonces, con ese obsequio, que en realidad fue sobra y no regalo, la secta fuimos nosotros. Los malagueños que fueron al Algarve y pasó lo que solo podía pasar allí. El Algarve: esa mezcla.
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