Comodín de la llamada
- Alberto Fuentes López
- Sep 2, 2021
- 3 min read
Si hay llamadas que te cambian la vida, ¿a qué esperáis, gente anónima que nos impulsa a la felicidad, para pegarme un toque?

*El actor Colin Farrell en una escena de la película 'Última llamada' (2002)
El ring-ring de un teléfono puede parecerse al ruido de un terremoto o al de una verbena de pueblo. No. No precisamente ese ruido lo marca el tono de llamada. Ese ring-ring puede pesar tanto como el primer teléfono, que se creó en 1973 y pesaba más de dos kilos. El dichoso ruido es a veces apetecible y otras muchas odioso, por quién llama y qué cuenta. Nunca pasó por la cabeza de Martin Cooper, el ingeniero que colaboró con Motorola para fabricar el primer teléfono móvil, que su propia creación fuera tan determinante en nuestras vidas.
Porque a septiembre del año 2021 del siglo veintiuno, si te llaman, puede que algo esté pasando.
Se nos olvida que el mundo es un lugar que se decide por teléfono. Todo pasa por ahí. Antes la vida era lo que contaba la tele, la radio, el periódico; lo que iba pasando de vecina a vecino, lo que se leía en el teletexto y lo que surgía de conversaciones rápidas de porterillo electrónico. ¿Cómo podíamos ir por la calle tranquilos, sabiendo que hasta la noche no sabrías qué pasaba en el mundo?
Existían ofertas de compañías que te regalaban 200 SMS al mes. Ese eme ese: suena a salario mínimo súperprofesional o a un código lingüístico del siglo tres antes de Cristo. Todos llamábamos hasta que llegó WhatsApp y los chats y entonces marcar nueve números empezó a adquirir un aura especial. Y potencialmente peligrosa para lo bueno y para lo peor.
Que alguien me llame para contarme qué ha almorzado hoy. Quizá es la única forma que nos queda para dejar de considerarlas un arma de doble filo, como un cuchillo pero rectangular y táctil: depende de cómo lo uses es útil o mortal.
Hay llamadas que te cambian la vida. ¿A qué esperáis, gente anónima que nos impulsa a la felicidad, para pegarme un toque? Tengo miedo de recibir esa llamada que te informa de una pérdida. Tengo miedo de escuchar la voz de alguien que te informa de que no salió bien lo que esperabas. Tengo pánico y curiosidad y ganas y desconfianza de cogérselo a un número desconocido, aunque acabe siendo una oferta de seguros. La película 'Última llamada' hizo mella en mi imaginario desde que Antena 3 la emite tres de cada cuatro domingos. Trata de un hombre que se tira de pie y encerrado en una cabina telefónica porque al otro lado de la línea hay un villano que le dice que no cuelgue, que cuente sus pecados, o disparará su rifle francotirador.
Me atrevería a decir que todos hemos sido y seremos un poco Stu Shepard (Colin Farrell), el actor que aguanta todo el filme entre esas cuatro paredes de cristal, rodeado de policías y sin poder colgar el teléfono porque hacerlo implica consecuencias mortales. Esa presión de colgar y enfrentarte a la realidad después de asumir lo que acaban de contarte. A veces me encantaría no tener móvil durante unos días, pero esa tortura china no estaría dispuesto a pasarla, porque sé que viviría pensando que tengo 28 llamadas perdidas, 20 de ellas decisivas para mi destino.
Ya puestos en la dramatización de la llamada telefónica, que alguien me llame para contarme qué ha almorzado hoy. Quizá es la única forma que nos queda para dejar de considerarlas un arma de doble filo, como un cuchillo pero rectangular y táctil: depende de cómo lo uses es útil o mortal.
Sobre miedos, llamadas y cine me viene un chispazo del libro Reina del grito, donde su autora, Desireé de Fez, describe una anécdota muy divertida en la que ella, su pareja Carlo y su hijo Elliott ven en el sofá una película en la que una bruja hace desaparecer a un bebé. El pequeño Elliott, al ver la perturbadora escena, exclama aterrado: ¡No está! Sus padres no se lo creen: ¿Ha dicho que no está? ¿Cómo va a entenderlo? ¡Si acaba de cumplir dos años!
En ese momento, Carlo se dirige a Desireé. —Llama a tu hermana y pregúntale. Ahí es cuando la autora reconoce que siempre llamaban a su hermana cuando la realidad les supera. Todavía no tengo claro qué número marcaría en caso de emergencia, sí tengo claro a quién no. Ya iremos viendo. Lo pongo todo en manos de la infalible y siempre fiable improvisación.
Como a Desireé, siempre nos quedará el comodín de la llamada, aunque bien sabemos que hacerlas es, muchas veces, más letal que recibirlas. La culpa la tuvo Martin Cooper y ese ladrillo con teclas que nos empuja a estos miedos.
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