Quince minutos duró el episodio: miraba (mucho y fijamente) a los ojos, sonreía como si me conociera de antes
Caminaba sin rumbo –sin Google Maps–, un nuevo pasatiempo purificador. Deambular es fantástico en una ciudad que conoces poco. Tres días sin paseo marítimo y brisa del Mediterráneo son muchos días. Pero cuando estás en un proceso vital de cambios inminentes, pruebas cosas nuevas. He decidido quitarle capas al amasijo de estímulos que nos rodean. Cuando se sentía perdido, el tenista Andre Agassi cuenta en sus memorias (Open, librazo de los que dejan huella) que se decía a sí mismo algo así: "Venga, Andre, limítate a lo básico. Así estarás más cerca de ganar". Simplifica todo. Bien. Perderse a propósito sin GPS por Madrid es un buen primer paso.
Siento saturación. Tenía demasiada información de cosas y de gentes, exceso de pensamientos negativos. Desaparecer de Instagram, Facebook u otras redes sociales está siendo sano porque no te enteras de nada y te pierden la pista. Lo de no enterarse de nada deberían recetarlo. No opinar de todo también, pero ya lo hablamos otro día.
Va a sonar egoísta. Selecciono mi tiempo libre en este orden de prioridades: estar conmigo y después lo que surja que cumpla con que apetezca, en compañía de quien sume y no reste. No apetece, no lo hago; me da pereza, menos todavía. El éxito es poder decir que no, dijo una vez Berto Romero. No bromeaba.
La vida se encarga de recordarnos que es mejor decir que no, un no rotundo, sin rodeos, de primeras, aunque con tacto y sutileza. Como un despeje en el área pequeña en el minuto 90 con 0-1 a favor: ese balón no debe ir nunca a la zona central ni al córner, es una regla. Mándala a la banda o fuera del puto estadio. Difícil en la práctica: nosotros el cuento, el partido, la vida nos la complicamos.
Pensé en pedirle un abrazo, pero hay cosas que no hacen falta pedirlas. No somos una oenegé. Por suerte o por desgracia.
Estaba escuchando un podcast (Los Últimos de la Lista) a media sonrisa por la calle Preciados. Ella, bajita y morena de pelo liso, observó con mirada de francotiradora, pensó que sería el elegido y dijo ey, buenas, tienes un momentito, porque supongamos que hay rostros idóneos a los que parar para convencer.
Quince minutos duró el episodio: miraba (mucho y fijamente) a los ojos, sonreía como si me conociera de antes. Hablaba en velocidad por dos, muy rápido, hasta hizo un pequeño chiste con que podría presentar Pasapalabra. "¿Son verdes? Qué ojos más bonitos", soltó, antes de preguntar no se qué y pedir si le podía dar un abrazo. ¿Espera, qué?
Qué puntería. Hacía tres días que había dado algunos de esos abrazos que duran la eternidad por su importancia, por el quién, el cómo, el dónde y el porqué. Porque hay abrazos que son marcapáginas, esquinas dobladas del libro de nuestras memorias.
La chica anotaba mis datos personales y decía que me pegaba ser profesor. Que no aparento casi 26, algo menos, quizá. Confundió el cuello asomado de mi camiseta malaguista con la de Argentina. "No, no, del Málaga". Conversación que avanzaba hacia terreno insospechado.
Es asturiana, vive en la sierra madrileña y estudia arquitectura en tercero. "Te lo tengo que preguntar...[pausa tensa ]... ¿Hombre o mujer?". Dudé y todo, pero bueno... hombre. Supongo. Ya me dejó hasta con la duda. "¡A ver, demuéstramelo! ", espetó señalando a la zona central del pantalón. "¡Nah, es broma!". El medio segundo entre exclamación y exclamación fue tan largo que sentí vejez.
En esas, solo queda plantearse alguna táctica de escapismo mientras una parte del cerebro trata de averiguar si estás ante una cita a traición de una nueva edición de First Dates o un interrogatorio secreto. Entonces, ella devolvió la realidad agarrando el boli azul y el maldito folio.
Llegó a la casilla de los datos bancarios y preguntó el número de cuenta. Sin anestesia. "Dime tu IBAN. Ah, no te lo sabes. En la aplicación del móvil puedes buscarlo". Le expliqué que no, que mis datos no, que había parado para ser su primera conversación de jornada laboral en un acto altruista, simpático y empático, pero que no estaba dispuesto a colaborar. Cambió su expresión. Ahora tenía delante a un traidor.
Ella había recurrido al poder de la simpatía, rozando la seducción, para conseguir un extra que le permitiera cobrar un pelín más a final de mes. Es su trabajo: captar colaboradores para una ONG sanitaria y, más allá de su sueldo base, poder llevarse un pequeño porcentaje de mi aportación. Había encontrado un potencial cliente que accedió a escucharla, incluso a tener una conversación ecléctica donde si no salió el tema del conflicto de Israel e Irán, el precio del aceite, el poliamor, el reinado de las 'smash burguer' o la marca de gomina que usa Xavi, poco le faltó.
Ocurrió la decepción. Después de cederle un escéptico abrazo y romper esa barrera de la intimidad, dobló el papel donde había anotado todos mis datos, con los cuadritos del IBAN vacíos, me lo dio y no escondió su expresión de cuando un perro espera recompensa y lo único que recibe es el amago del lanzamiento de un supuesto trozo de salchicha, un engaño que desvela que el perro, en el sentido más despectivo de la palabra, es el humano y no el animal. Le deseé suerte con el siguiente.
No sentí remordimientos por crear falsas esperanzas de colaborar. Me coloqué los auriculares y seguí paseando por Madrid. Más adelante, cuando venía de frente una señora mayor caminando sola y sonriendo a nadie, a ella, con gesto de paz, sonreí también. Ni me vio ni leyó mi mente, que pensaba: de mayor quiero ser como tú. Una caminante feliz y tranquila deambulando al solecito. Pensé en pedirle un abrazo, pero hay cosas que no hacen falta pedirlas. No somos una oenegé. Por suerte o por desgracia.
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