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Juernes de Santiago

  • Writer: Alberto Fuentes López
    Alberto Fuentes López
  • Apr 29, 2021
  • 4 min read

Mi propósito en la vida es no vivir en un constante domingo por la tarde


El noventa y nueve por ciento de los domingos por la tarde tengo más claro que mi propósito en la vida es no vivir en un constante domingo por la tarde. Sensación que roza lo trágico. Una especie de muerte lenta y aburrida. Partido amistoso sin público. De amistoso poco tiene una tarde dominical. Tarde es ya para convertirlo en magnífico. Lo magnífico pasa de viernes a sábado. Lo del juernes es un invento del gremio universitario como vacuna contra el síndrome del estudiante enfurecido: un Homo Sapiens que vive a caballo entre el estrés y el botón de posponer alarma.


El juernes pasa (o pasaba, cuando uno era universitario y cuando 'pandemia' sonaba a película medieval) en mitad de la semana. Un preámbulo del finde que solo unos elegidos gozan. El juernes sería juernes para todos si la jornada laboral de 32 horas, esto es, trabajar de lunes a jueves, sale adelante en un futuro próximo en España como propuso Más País. En empresas de Estados Unidos o Japón pueden permitírselo. La medida ya se está probando en varias empresas españolas, como Delsol Software en Jaén, con casi 200 empleados que desde enero de 2020 llevan así. "Ha aumentado el compañerismo, hay mejor rendimiento, hay un incremento del compromiso y hay mayor captación de talento", contó la responsable de recursos humanos a 20 Minutos. "Está claro que depende de la actividad que desarrolle la empresa. No es café para todos".


No es café para todos. Ahí está el tema. Nunca hay café para todos. Ese juernes parece hoy día el amor platónico inalcanzable que admirabas rezagado en la niñez. Cuatro días rindiendo para tres descansando: utopía de un país tieso. Un país de "no tengo suelto". Una nación que tira del "te hago Bizum cuando llegue a casa". Somos lo que vivimos y no lo que gastamos ni lo que trabajamos. Pero a veces vivimos para trabajar y trabajamos para gastar. Qué agobio pensarlo. No me gusta la pescadilla porque se muerde su propia cola. Soy más de espetos en Pedregalejo.


Camino

Hace casi cinco años que hice el camino de Santiago. Desde que lo terminé uso siempre ese comodín para quitarme de un plumazo la pereza que a veces se agarra como una lapa a tu existencia. Me digo que si hice el camino de Santiago con 18 años y 8 kilos a la espalda cómo no voy a bajar la basura un lunes a las diez y cuarto. Que no te engañen: esa lección tiene fecha de caducidad. Cuando se baja la resaca poscamino ya vuelve a costar no coger el coche para todo. También el no coger el móvil cada cinco minutos. La tecnología siempre gana.


Aquel agosto duró para siempre. Es curioso lo que se adhiere a nuestros recuerdos y qué momentos no necesitan mucho esfuerzo para esfumarse. Selectivos por inercia. Me acuerdo de la culebra que serpenteó en el río Miño, justo antes de intentar cruzarlo de lado a lado y quedarme a medias, consciente de que mi fondo físico no pasaba la ITV ese año. De los "¡Buen camino!", la arenga de gente anónima que funcionaba como grito de hermandad. Del cordobés que me paró para pedirme una foto simplemente porque llevaba una camiseta de fútbol que le flipaba. Del pelirrojo de Oklahoma que me crucé y, fascinado yo, le pregunté si conocía a los Thunder de la NBA. Qué manera más heterobásica de empezar una conversación, ¿no? Me dijo que sí y algo más que no conseguí traducir al instante. Yo decía Oh, yes, yes para salir del paso. Comodín del público no había.


Del bohemio asiático que nos dejó perplejos cuando, quejándome del dolor de hombros, nos adelantó por la derecha yendo descalzo y en solitario. De todas las vacas que se nos cruzaban. De cada soldado caído que se rendía obligado por las ampollas. De los bosques verdes y los ríos vírgenes y las iglesias en cadena. Hay más de todo eso que del momento más icónico: la llegada a la Plaza del Obradoiro, gaitero como banda sonora, que marcaba la meta del camino.


Se añorarán los jueves que fueron juernes y no los viernes que fueron jueves. La nostalgia es un deporte fácil para gente de todo tipo. Todos lo practicamos a menudo. Es el pádel de los sentimientos.

La emoción de llegar fue tan efímera que es de las últimas en la cola de mis memorias. A veces amaga con colarse. Pero dura lo poco que dura un iluso como yo, pensando que va a trabajar cuatro días y descansar tres siendo lo que es. Periodista. Información off the record: cuando entras en la carrera hay una cláusula que impide fliparse y no todos la leen. La letra pequeña es un invento de mala persona.


Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Machado tenía razón. Quedarán las etapas de casi 30 kilómetros y no la bandera a cuadros del final. Permanecerán las personas que estaban durante. Se añorarán los jueves que fueron juernes y no los viernes que fueron jueves. La nostalgia es un deporte fácil para gente de todo tipo. Todos lo practicamos a menudo. Es el pádel de los sentimientos. Viene bien aunque a veces se salda con derrota.


Toda esa fila india de momentos que no se repetirán. Quizá ese detalle, el hecho de que no puedan repetirse, da el sentido a nuestra vida. Intentar clonar lo irrepetible es un experimento fallido. Son curvas y rectas y caídas y ampollas y gentes, no es podio ni trofeo. Lo que se vive, no lo que se consigue viviendo. Más juernes y menos domingos por la tarde. Demasiada rutina aglutinada ahí. Cada día más claro tengo que, como escribió en Dolor de Rareza José María de Loma, me gusta la rutina a condición de que no se repita todos los días.



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