Rosalía y el experimento de Harlow
- Alberto Fuentes López
- Jan 24, 2022
- 3 min read
El precio de la fama: insultos y descalificaciones porque no me gusta lo que haces. Pantomimas. Usemos a los animales para entenderlo.

Rosalía filtró parte de una canción de su próximo disco y la gente se le echó encima, riéndose de la letra y, ya que estamos, de ella como artista. Había comentarios de todo tipo, pero centrémonos en ese que dice que los famosos llevan la obligatoriedad de tener que aguantar la crítica porque para eso se exponen y son famosos. El precio de la fama: insultos y descalificaciones porque no me gusta lo que haces. Pantomimas. Usemos a los animales para entenderlo.
El psicólogo Harry Harlow hizo un experimento en los años sesenta que destapó una certeza hasta entonces rechazada. Separó de la madre a varias crías de mono y los metió en jaulas. Dentro de ellas había una mamá falsa (de acero) con un biberón y una mamá simulada, hecha con tela suave, pero sin biberón. Les dio a elegir.
Para sorpresa, los macacos se decantaron por la mamá de tela sin leche, lo que desmintió la estricta teoría conductivista de las primeras décadas del siglo XX: los hijos solo necesitan comida, refugio y atención médica, nada de vínculos emocionales. Error. Los monos prefirieron el cariño y se olvidaron de la leche. Se demostró que los primates -y los humanos, por tanto- necesitan afecto en sus vidas, desde que nacen, porque sienten. Volvamos a Rosalía...
Hay gente que, impotente y postrada en el sofá, necesita sentir un aplauso en forma de me gustas y retuits y escupe bilis que, por supuesto, no haría en persona.
La artista catalana tiene premios Grammys y discos de platino y reconocimientos para considerarse una estrella de la música que trasciende y deja huella, pero cuando llega a casa, se quita los zapatos, se enfunda el pijama Louis Vuitton y pone el móvil en silencio, sigue siendo una chica de 28 años que siente y padece, que tiene derecho a que le hiera un comentario de un fugitivo de Twitter que dispara cuatro calificativos con saña.
Lo normal es saltar y caer en la trampa de ponerse a la misma altura. Si se consigue activar el freno de emergencia y el antídoto de la ignorancia, habremos ganado. Aunque para aspirar a la inmortalidad, en la escuela debería enseñarse el arte de la contestación al insulto. La asignatura, que podría llamarse algo así como réplica elegante, enseñaría a erradicarlos con la sutileza que tuvo la escritora Irene Vallejo con Hermann Tertsch, europarlamentario de Vox.
El pasatiempo de sobrepasar la falta de respeto utilizando el escudo de la libertad de expresión es lo común en Twitter, ciudad virtual de insultones. Hay gente que, impotente y postrada en el sofá, necesita sentir un aplauso en forma de me gustas y retuits y escupe bilis que, por supuesto, no haría en persona. Porque lo cierto es que nuestra especie, a diferencia del macaco Rhesus, necesita sentirse como cuando un aficionado se ve enfocado en el videomarcador del estadio y salta, ríe y saluda a la cámara, a veces mirándose a sí mismo, como si conociera durante cuatro segundos lo que es la fama.
A todos los francotiradores de las redes que, me imagino, están al acecho con sus pulgares listos para apretar el teclado Qwerty, impulsados a aniquilar al primero que considere que le ha fallado (o por puro placer hater), les deseo otro experimento que la vida misma me propuso un 29 de diciembre de 2019.
Las llaves de casa se me olvidaron y me di cuenta cuando llegué al portal a las 4:30 de la madrugada. En mi casa no hay instalado portero electrónico. No me quedó otra opción. Dormir en la parte de atrás de un Chevrolet Matiz, mi pequeño y redondo coche. Y así tuve que hacerme, pequeño y redondo, para caber atrás. Como mono enjaulado, si en ese momento me hubieran dado a elegir entre comer en un tres estrellas Michelín o recibir una caricia comprensiva, una mísera atención, hubiera escogido esto último.
Ahí donde nadie te ve, ahí donde no eres nadie. En la parte de atrás de un coche. Con sueño y sin almohada, con frío y sin dignidad. Necesitado de afecto. Casi inexistente para el mundo de afuera. Ahí les reservaba un sitio, donde se sorprenderían de saber que solo son provocadores encerrados en su propia jaula para monos, reclamando la atención que ya quisieran encontrar a través del videomarcador de un estadio.
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